LA fortuna de los gatos
Hubo un tiempo en que un simple maullido podía detener un incendio.
¿Qué mayor regalo que le amor de un gato?
Charles Dickens
Octubre llega con un aire de misterio, y los símbolos se despiertan. Esta vez miramos hacia Egipto, donde los gatos fueron dioses, guardianes del hogar y guías del alma. Una historia sobre el poder de lo sagrado en lo cotidiano.
En el antiguo Egipto, los gatos eran mucho más que animales domésticos: se los consideraba encarnaciones de la diosa Bastet, divinidad del amor, la armonía y la protección. Esa aura sagrada les otorgaba un lugar especial en la vida cotidiana, en los rituales y hasta en la muerte: eran momificados, acompañados de honores y lutos familiares que podían durar setenta días. Heródoto nos cuenta que, en tiempos de incendio o catástrofe, la prioridad del pueblo era salvar a los gatos. Cuando alguno moría, las familias se rapaban las cejas como símbolo de duelo.
Las excavaciones arqueológicas confirman este respeto: se han hallado cementerios de gatos y miles de momias felinas. Una de las más importantes investigadoras, Marta Osypińska, descubrió lo que parece ser el primer cementerio de mascotas en Berenice. Sin embargo, la historia también guarda episodios oscuros: en el siglo XIX, los ingleses saquearon Egipto y redujeron a cenizas más de 300.000 momias de gatos para utilizarlas como fertilizante. Un ejemplo brutal de colonialismo y degradación cultural.
Los gatos no solo eran venerados como símbolos, también acompañaban a sus humanos en el viaje al más allá. Se los representaba en esculturas, sarcófagos, estelas funerarias, jarrones, joyas y hasta bajo los asientos de las mujeres, como amuleto protector.
Su protección, sin embargo, no era solo espiritual. En lo práctico, defendían los silos de grano de los roedores —portadores de peste— y mantenían a raya serpientes como la víbora cornuda. Tener un gato cerca era garantía de seguridad, salud y alimento. De ahí también su nombre cotidiano: miu (masculino miw, femenino miwt), onomatopeya que imitaba su propio maullido.
Con Sheshonq I, la ciudad de Bubastis se convirtió en el centro del culto a Bastet. Heródoto describió su templo como “el más bonito a los ojos”. Allí vivían gatos cuidados por sacerdotes, sostenidos con las ofrendas de los peregrinos. El comercio de estatuillas y amuletos de bronce con la imagen de Bastet convirtió a Bubastis en un lugar próspero y célebre.
No todos veían este esplendor con buenos ojos: el profeta Ezequiel denunció la ciudad como un foco de paganismo y pecado. Con el Edicto de Tesalónica, los cultos paganos fueron prohibidos y los gatos dejaron de ser objeto de adoración. Su número disminuyó en las ciudades, y con ello se cerró un ciclo donde lo sagrado y lo cotidiano se entrelazaban en la figura de un animal.
Hoy seguimos conviviendo con gatos, aunque ya no los momifiquemos ni los nombremos como miu. Sin embargo, su fortuna permanece: en su elegancia, en su capacidad de protección y en la calma que traen a nuestros hogares. Quizás, sin darnos cuenta, seguimos honrando a Bastet cada vez que acariciamos a un gato dormido.
En El Club de las Doce recogemos estos hilos de memoria y los transformamos en caminos de estudio y juego. Si quieres seguir explorando símbolos, historias y arcanos, te esperamos entre cartas y enseñanzas.