Melusina: la mujer serpiente y el miedo a lo indomesticable
Del folclore medieval a los mitos que aún gobiernan nuestros cuerpos
Hay figuras que sobreviven en la memoria colectiva porque representan aquello que una sociedad teme. Melusina es una de ellas: mujer y serpiente, hada y madre, protectora y monstruo según quién contara la historia.
Su leyenda, repetida durante siglos en el folclore europeo, funciona como una ventana hacia un imaginario donde lo femenino que no podía ser domesticado era convertido en advertencia. Y, aun así, Melusina sigue regresando, como si nada pudiera apagar la persistencia del agua de la que está hecha.
La leyenda comienza en un bosque, cuando Elynas, Rey de Albany, encuentra a Pressyne, una mujer hermosa que resulta ser un hada. Él, como tantos hombres en los mitos, se enamora de inmediato. Ella acepta casarse, pero impone una condición: jamás deberá mirarla durante el parto ni mientras bañe a sus hijas.
Es el precio que las hadas deben pagar para habitar el mundo humano, una renuncia ritual que marca la frontera entre lo feérico y lo real.
Elynas promete obedecer, pero, como suele ocurrir, la curiosidad y el deseo de control pueden más que el amor. Rompe el pacto y presencia el nacimiento de las trillizas: Melusine, Melior y Palatyne.
Pressyne desaparece entonces hacia Avalón, llevándose a sus hijas lejos del reino y de la traición.
Cuando Melusina cumple quince años y descubre la verdad, decide vengarse: encierra al rey en una montaña junto a sus tesoros, usando el poder que heredó de su madre. Pero esa transgresión tiene un precio. Pressyne la castiga a convertirse en serpiente de cintura para abajo todos los sábados. Solo un hombre que la ame lo suficiente, que respete su secreto sin violarlo, podría romper el encantamiento. Y, en un giro que parece anunciar tragedia, Melusina encuentra a ese hombre: Raimondin de Potou, quien promete no mirarla jamás en sábado.
La convivencia funciona durante diez años, pero la sospecha (esa vieja sombra que cae sobre las mujeres, sobre todo cuando poseen algo que no se entiende) comienza a infiltrarse en el pueblo. Se murmura, se insinúa, se inventa. Y Raimondin, contagiado por esa desconfianza colectiva, la espía.
Lo que ve es la imagen que atraviesa siglos: Melusina en el agua, mitad mujer, mitad serpiente, transformándose en la intimidad de un ritual prohibido.
Sin embargo, no es el descubrimiento lo que destruye su unión, sino el momento en que, al sufrir una desgracia familiar, Raimondin la llama públicamente “serpiente”, revelando el secreto que prometió custodiar.
Ese gesto (traición, humillación, ruptura del pacto) es el verdadero castigo.
Melusina abandona el hogar, aunque vuelve cada noche, convertida en dragón, para amamantar a los dos hijos que aún son pequeños.
Aun convertida en monstruo, sigue ejerciendo el cuidado que la humanidad dice venerar.
Lo que esta historia revela no es la monstruosidad de Melusina, sino la dificultad histórica de aceptar un cuerpo femenino que se transforma. La figura de la mujer-serpiente -como Medusa, como las lamias, como tantas híbridas del imaginario antiguo- encarna un miedo muy concreto: el miedo al cuerpo que sangra, cambia, desea, pare, se regenera.
Durante siglos, la serpiente fue símbolo de una supuesta “naturaleza peligrosa” de la mujer. Las teorías médicas misóginas del Renacimiento hablaban del útero como un animal interno, un ser autónomo capaz de provocar locura, histeria y monstruosidad. Ambroise Paré llegó a afirmar que las mujeres “manchadas por la sangre menstrual engendran monstruos”.
No es casual que Melusina fuera serpiente solo ciertos días de la semana: su cuerpo era cíclico, cambiante, imprevisible. Y ahí estaba el problema.
Pero si hay un lenguaje que comprende esos ciclos, ese movimiento constante, es el agua.
En el Tarot, el agua no es debilidad ni amenaza: es profundidad, intuición, memoria. Lo que fluye, lo que se transforma, lo que permanece en movimiento.
Los arcanos del agua —La Luna, La Estrella, las Reinas y Caballos de Copas— hablan de esa verdad que no puede ser contenida por estructuras rígidas. Melusina encarna esa misma lección.
Es lunar en su secreto, estelar en su renovación, oceánica en su poder emocional. Donde La Sacerdotisa guarda el conocimiento oculto, Melusina guarda la metamorfosis: la forma cambiante de la vida que insiste en existir aun cuando se la persigue constantemente.
Esa insistencia aparece una vez más en la Edad Media, cuando surgen dos grandes arquetipos de hadas: las melosianas y las morganianas.
Las primeras, asociadas a figuras como Melusina, abandonaban el mundo feérico para integrarse en el terrenal; traían prosperidad, fundaban linajes, tejían alianzas.
Las segundas, inspiradas en Morgana le Fay, no renunciaban a nada: conservaban su reino, su poder y su libertad.
Ambas representaban, de algún modo, las dos vías posibles que la sociedad medieval imaginaba para las mujeres: integrarse o permanecer indómitas. Y aunque esta división parece sencilla, en el fondo revela un conflicto mucho más profundo: el eterno intento de regular qué formas de lo femenino son aceptables y cuáles deben ser temidas.
Ese relato continúa hoy, transformado pero aún reconocible.
En la película Red de Pixar, el linaje femenino vive un “don” que es interpretado como maldición. El cuerpo adolescente se transforma, ruge, desborda. Las generaciones anteriores aprendieron a esconderlo; la nueva decide abrazarlo.
Melusina habría sonreído. Porque la monstruosidad, tantas veces atribuida a las mujeres, no es más que libertad mal leída.
Y quizá por eso Melusina sigue volviendo, como vuelve el agua a su cauce. No para asustar, sino para recordar algo que aún incomoda: que lo fluido es incontrolable, que lo cíclico no se somete y que lo femenino, cuando habita plenamente su propio poder, deja de necesitar permiso.
En El Club de las Doce trabajamos precisamente en devolver a estas figuras su dignidad simbólica. Leemos sus historias no como advertencias, sino como espejos: formas antiguas de reconocer la fuerza que nos ha sido negada.
Melusina no fue un monstruo. Fue una mujer libre. Y lo sigue siendo cada vez que narramos de nuevo su historia, no para domesticarla, sino para dejarla, al fin, nadar.
Si quieres caminar con nosotras, el curso de Tarot y Arcanos Mayores y nuestra baraja ilustrada son el inicio de ese viaje: un espacio para aprender, recordar y, sobre todo, reimaginar.
Las cartas están vivas. Y nosotras también.